Era una mañana fría y soleada, ambos adjetivos al mismo
tiempo, haciendo ya inusual un día “cualquiera”. Se calzó las botas de montaña,
se puso su abrigo ligero, se miró al espejo y su semblante serio le devolvió
una sonrisa, fría…y soleada.
Comenzó la marcha mientras la música sonaba en su cabeza. El
viento era frío, sus manos estaban congeladas, hacía algunas horas que
caminaba, desde anoche. Conforme iba
avanzando, sentía más dureza en sus manos, mayor hinchazón, pero su cuerpo se
tornaba cálido, aunque podía sentir el frío en su pecho. “tendré un agujero en
el abrigo” pensó. Así que palpó con sus manos, aún engarrotadas y descubrió que
no había nada. “Qué extraño…” Pensó.
Al llegar a casa, se quitó las botas, se quitó sus auriculares
y puso la música en alta-voz. Pero no conseguía oírla ya, porque, al dejarla en
el lavabo, su mirada se cruzó por un momento con SU espejo y lo vio: el agujero
estaba ahí. Tuvo miedo de asomarse, pero cuando lo hizo, la vio a ella. A la
“espada del autorrespeto”, de la autocrítica, de la autoestima: Se llamaba
María. Ella le había formado ese agujero. El cual nadie podía ver, sólo él. Y
sólo a través de su espejo.
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