El jardín se situaba justo en la parte de atrás de la casa de piedra. Las vallas eran de madera vieja y cuarteada por el paso del tiempo. En el interior de aquel poseía un césped poco cuidado y con más altura de lo habitual. Para cruzarlo tenías que levantar las piernas hasta casi darte con las rodillas en el pecho. Una vez lo hizo. Dio la vuelta a la casa, recorriendo las paredes con las yemas de los dedos, como si quisiera memorizar cada piedra mal puesta, cada recoveco, por si no encontraba el camino de vuelta o por si no quería verlo. Al llegar al jardín analizó con cuidado el lugar por el que podía entrar. Una vez lo encontró, se dirigió a él con decisión, agachó la cabeza y apoyándose con una mano en la madera superior fue introduciendo el cuerpo poco a poco hasta notar la hierba en su cara, ahí se detuvo un segundo, y al siguiente ya estaba dentro. Levantó la cabeza lentamente, contemplando todo el recorrido hasta tener la mirada paralela al horizonte. El tiempo se detuvo, sólo unos segundos. Los justos para entender que ese jardín jamás había sido pisado, jamás había sido olido, jamás había sido visto. Jamás había sido. Y, esbozando una sutil sonrisa, se dedicó a respirar, a admirar, a no pensar. Qué difícil era respirar. Qué difícil admirar. Y, más aún, no pensar.. Pero, esa vez, lo hizo.
Al salir del jardín, con pesada dificultad, notó que algo le molestaba en el tobillo izquierdo. Un escozor poco habitual, pero bastante familiar. Se agachó para ver de qué se trataba y vió que tenía un color necrosado que le subía por la pierna hasta llegar al pecho, de donde provenía todo. Y recordó la frase de su enfermera favorita: "un corazón necrótico es un corazón en el que una parte se ha destruido".
Se levantó, miró hacia la ventana del dormitorio y, para sí, dijo: Hasta otra.
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