Sin razón aparente, había despertado del letargo. Su grilletes habían tomado una textura análoga a la de un cordón milimétrico enrollado en sus muñecas. Su pesadez se hacía cada vez más liviana y en sus pulmones no parecía caber más aire. Sus pupilas se sumergían en un estado de belladona perpetuo e impasible. A su alrededor no se oía más que un piano tocando una melodía punzante, firme, pasional y solitaria. Hablaba del coraje, de la rabia, de la osadía y a la vez tenía la sensibilidad de un diente de león, la más pura que había podido percibir en todos sus años de vida, y eso le asombraba. Le hacía sentir vivo, tanto que siguió caminando hacia ella hasta colocarse a una distancia prudencial y excitante; justo al lado del piano, pero frente a la artista. De modo que ,cualquiera, podría haberse sentido intimidada por aquella presencia extraña, confusa, misteriosa, tímida y al mismo tiempo demasiado atraída, por haber llegado tan lejos; tan cerca de su espacio. Nadie, nunca, había sido capaz de invadir esa zona de una forma tan verdadera. Pero no parecía tener intención de querer poseerla, sino de seguir su instinto, esa era la esencia de su magnetismo. Por un momento creyó tener el control, creyó que esa noche podría llevárselo a la cama, por un momento. Hasta que terminó de tocar. Levantó la vista y lo vio ahí, aún más impasible que a su llegada, mirándola como quien mira el mar, sin moverse, sin esperar nada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la arrastrada sería ella.
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