Y es que a nadie la gusta la parte quemada de la tostada. Es
cancerígena, sabe mal, te cambia la cara cuando la muerdes y te deja peor sabor
de boca. Pero es que siempre hay un pero. Y, esta vez, el pero va seguido de
vida. Esa que tiene tanto el pan crujiente y recién salido del horno, como la
parte en la que te descuidaste, confiaste, imaginaste e imaginaste mal, y por
eso se quemó esa parte de la tostada. Pero, a quien no se le haya quemado jamás
la tostada, no sabrá de lo que hablo. Pues yo te lo cuento: hablo de amor. Pero
no del amor que te venden en una película de domingo tarde, o del amor que te
promete el horóscopo a final de mes, o del que llevas absorbiendo desde pequeño
en tus películas. No. El amor del que te hablo tiene esa parte quemada de la
tostada. El amor del que te hablo, a veces, duele tanto que no puedes respirar;
tanto que pegarías de hostias a un saco de boxeo por no pegarle a él; tanto que
puedes odiarlo tanto que al segundo le pedirás que se siente a tu lado y desearás
que alguna clase de hechizo le pegue los pies al suelo, para que no pueda
volver a moverse de donde está; tanto que, cada vez que algo se rompe, te
mueves al triple por buscar un pegamento mejor; tanto que de lo único que vas a
estar seguro es de lo implicado que estás. Y es que yo también me pregunté por
qué las tostadas casi siempre caen por el lado de la mantequilla. Pues bien,
quizás ahí está la clave, casi. Seguramente, la culpa sea de la altura de la
mesa. Pero la alternativa más sensata es evitar que caiga, comiendo como
personas decentes.
Es difícil, pero nadie dijo que fuera fácil; Imagínate: Él quiere
ir a la luna…y yo quiero llegar a él.