Eso pensé mientras miraba a aquella niña. Una niña con aspecto
de normalidad aplastante e incluso insultante al ojo ajeno. Era un día
cualquiera de verano, ella andaba inocente meditabunda y metida en el patio de
un colegio (a pesar de Julio) con un zumo de naranja recién concentrada en la
mano y un plátano en la otra. Tenía una peculiar forma de pasear ese zumo y,
una mejor, de comerse dicha fruta. Pero de eso hablaremos después.
Seguí andando,
ralentizando el paso para apurar al máximo aquella escena. La inocente niña
vestía un vestido blanco con pequeñas flores rojas y algunos encajes dispuestos
con todo el cariño que su madre pudo, supongo, comprar. Unos zapatos de charol
sin charol y unas gafas de pasta, algo pasadas de moda, pero tan delicadamente
sujetas a esa pequeña nariz que daban ganas de protegerlas para siempre. Su
pelo era tan amarillo como el Sol la dejaba, algo motoso, o descuidado, para
las horas que eran. La verdad, mejor no podía estar para las horas que eran.
Bien, llegó la hora de volver al punto sano de todo esto. Miraba al suelo,
andando torpemente y pegando leves patadas a la arena y a lo que encontraba a
su camino, con la mirada algo perdida, demasiado perdida, diría, para su edad.
Acto seguido, se llevaba la fruta a la boca, mordía un trozo pequeño y limpiaba
lo restante contra su pecho. Sí, parecerá una locura haber visto algo así,
parecerá incluso más locura que sea cierto, pero ¿sabéis qué es lo que realmente
me devolvió mi “cordura”? Las ganas de vivir que me regaló aquella niña. Una
niña dadora de vida. A pesar, como digo, de Julio.